De la impaciencia
El último editorial–encíclica
de Plaza Pública me ha dejado perplejo. Un medio que uno ha admirado en el
pasado por su frescura y su energía y por atizar la vida social, ahora alertando
vaticanamente contra la concupiscencia de la prisa y las tentaciones de la
desesperación, con un optimismo moralista que saca un poco de onda. Y saca un
poco de onda acaso porque nos recuerda la clase de paciencia crística que nos
piden constantemente los propios políticos, cuando se suben al podio de prensa.
No es que se esté
en completo desacuerdo con PzP, no es que no respetemos su punto de vista: está
claro que hay compulsividades que lejos de sumar, intoxican, boicotean; así
como está claro que la vasija pública es un proceso que requiere tiempo y
construcción, o de otro modo se nos va a descalabrar a la primera. Vísteme
despacio que tengo prisa, dice el adagio. Pasa que el editorial,
atemperador, y hasta puritano, se queda manco en cuanto a que no sabe apreciar
los poderes de la precipitación.
No nos impacientemos
por sacar la impaciencia del escenario. Podemos elogiar la roja urgencia y la
velocidad acuciada, incluso la explosiva desesperación, como modo de abertura. Vivimos
en tempos que exigen, también posibilitan, mayor celeridad. ¿Quién sabe? A lo
mejor llegará un momento cuando sincronía y diacronía se fundan en una sola
singularidad, lo cual será más pronto que tarde.
No está mal
obrar de acuerdo a nuevos ritmos, más díscolos, en una era en donde esos ritmos
ya son viables, y ya ni siquiera optativos. Lo que antes tomaba nueve meses
para nacer, hoy toma tres. ¿Por qué compararnos a antiguos referentes de
transformación, incluso inmediatos? Si es gracias a ellos que podemos movernos
más rápido: movámonos más rápido, pues. Ciertamente el enemigo, en su amplio
bestiario, lo está haciendo, de su lado. ¿Cómo no honrar la impaciencia, vamos,
cuando los enfermos están dejando el pellejo en los hospitales, los ciudadanos
en las calles? ¿No hay motivo allí para picarle? La entropía es un crudísimo
hecho, y muchos realistas así lo atestiguan y difunden, y no todos para
establecerse en un pesimismo seguro o prestigioso, como sugiere, al vuelo,
Plaza Pública. Si no planteamos una imagen crítica y escaneadora de las
protestas, lo más seguro es que estas terminarán irrevocablemente durmiéndose o
burocratizándose en su propio idealismo amniótico, hasta caer en una atonía lerda,
de beata esperanza. Tan importante como dar luz es dar sombra.
Menos mal que
han existido en la historia, y existen hoy, y mañana, los urgentes, los
desesperados. Sin pudrición no hay regeneración. La desilusión, el desencanto y
la desesperanza son ingredientes vitales para el cambio: es una cosa que he
aprendido de aquellos sabios budistas y de múltiples adictos que han conseguido
salir del círculo vicioso de la droga. Por demás, grandes pesimistas han
contribuido a hacer grandes transformaciones, porque, de hecho, hay una clase
de pesimismo que es culturalmente creativo, no ornamental o estatuario.
Al final, por
supuesto, no es cuestión de ser optimistas o brutalmente realistas, sino de
abrirse a ambas atmósferas, incluso al mismo tiempo. Se recomienda ralentizar e introspeccionar, y hasta quedarse
callado (callado como una bomba, diría la canción) como también se recomienda
meterle locamente al pedal (con la sorpresa de que en ese fuego es posible
hallar un enfoque y una calma). En combinar ambas posibilidades está, nos
parece, el arte del cambio social.
(Buscando a
Syd publicada el 25 de junio de 2015 en El Periódico.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario