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Solo al trascender estos y muchos otros
escollos, podremos de verdad seguir con el trabajo peludo de abrir la caja de
pandora de las voces y las creencias y las convicciones y las opiniones y las
diferencias. Está claro que a estas alturas y ya metiditos en el siglo veintiuno,
no podemos mantener una identidad o narrativa monolítica de país. El trabajo es
sencillamente coral.
Esta coralidad no cancela la disensión, sino la
protege. Así pues, lo ideal es que las masas organizadas practiquen la
disidencia (productiva), la crítica (informada), la oposición (afirmativa), la
resistencia (práctica), el disentimiento (digno), la ironía (sabia) y por veces
la desobediencia (consciente) en relación a cualquiera de las plataformas
patológicas de la administración y cultura dominantes. En suma, legitimar y
estimular la lucha honesta, inteligente y sensible como ciudadanía deseable.
Coralidad tampoco quiere decir arreglarlo todo
a fuerza de mesas redondas y debates públicos y negociaciones. Comprendamos que
estas estrategias incluyentes y conversacionales no siempre son las mejores
(¡oh, apostasía!). No caigamos en la autocracia del consenso. A veces la acción
no consensuada es, de hecho, la más efectiva.
Agrego que la coralidad incluye los reinos
animal, vegetal y mineral. No se puede repetir lo suficiente eso de la agenda
ecológica. Antes a los que se preocupaban por la ecología los llamaban
eco–histéricos. Pasadas las décadas, el término ya no se escucha en columnas y
diarios locales. Cualquiera que aún sostenga que la destrucción del medio
ambiente es una doctrina paranoica quedará como un imbécil. La única prosperidad
posible es aquella que está consciente de que vivimos en un mundo limitado, con
los recursos contados. Actuemos en consecuencia, en sana distribución, de
acuerdo a las necesidades pendientes. No admitamos soluciones ambientales
decorativas. Tampoco importemos modelos voraces y entidades explotacionales que
solo traen miseria y destrucción a nuestro medio.
(Columna publicada el 9 de abril de 2015.)
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