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Equilibrio. En términos generales, es
trascendental no sucumbir a cualquiera de las dos aristas patológicas del
posmodernismo: inaguantable corrección política o desacralización compulsiva. A
menudo ambas se sostienen y nutren parasitariamente, de tal manera que podemos
hablar de un relativismo totalitario, o bien de un integrismo de lo relativo,
de lo periférico, de lo insolente y de lo individual. ¿Cuántas veces no hemos
visto cómo la vendetta progre y antiestablishment se torna en otra forma de
congelación y de jihadismo?
Esto es importante: la liberación de las
perspectivas trajo consigo una nueva reificación de perspectivas, una nueva
oleada de concentraciones mórbidas. Irónicamente, muchos centros de idealismo
posmoderno se vuelven persecutorios ya sea respecto a los antiguos amos
discursivos pero también respecto a nuevos agentes transversales, que yacen
alejados de los breviarios posmoideológicos de turno, sean por igual
eurocéntricos o descolonizadores. Cuando
desconfiamos de esta neomarginalidad (que podemos llamar, más correctamente,
marginalidad–siempre–emergente, o arreferencialidad radical) nos estamos
perdiendo de una tremenda fuente de energía creativa.
Todos conocemos a una feminista rematada, a un
defensor obcecado de los derechos animales (yo,
a menudo), a un babeante revolucionario, a un secularista insoportable,
que por estar inmerso en su exclusiva zona de interés ya no percibe otras
formas de ver y restaurar el mundo.
A veces las suyas decaen en formas de acerbo
fanatismo, fervorosa intolerancia, idealismo agresivo, dogmatismo comunal,
culpa social tóxica, autoimpuesta o impuesta al otro. También hay una tendencia
al dramatismo o sentimentalismo trágico, en donde no ingresa ni una puta gota
de humor, o en donde hay un falso humor.
(Columna publicada el 26 de febrero de 2015.)
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