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La clave es servir sin caer en la indignación
barata, chirriante: la clase de indignación que lo enruida todo. Peor cuando es
una indignación abstracta, borrosa, que no sabe delimitar las situaciones ni
acusar en concreto.
Hemos de reconocer que hay modos de oposición
que no suman nada (a veces por el contrario restan, desmejoran la situación) y
son una completa pérdida de tiempo y energía. Cuántas personas invierten su
poder de resistencia en causas clausuradas o perdidas, sin percibir que otros
sistemas más abiertos podrían beneficiarse de esa misma entrega.
Yo desconfío bastante del activismo intoxicado,
irreal, quijotesco, hipersensible, etéreo. También del activismo que conlleva
una apertura excesiva y enmielada hacia toda clase de agendas, desfigurándose
en dispersión, no pocas veces en frivolidad, a menudo en frustración.
La gran enemiga de los activistas sociales es
por supuesto la frustración. Nos referimos a la frustración improductiva,
habiendo también una frustración fértil, creadora. Empujemos el cambio, sí,
pero entendiendo que la capacidad de cambio del mundo, y del propio país, es
limitada, y que no siempre sirve ponerse convulsivos al respecto.
Personalmente creo que cada quien deberá
escoger una o dos batallas realistas, y luego librarlas sin prisa y sin pausa,
sin infladas expectativas, abandonando los frutos de la acción, como recomienda
alguna escritura anciana.
Quienes no ceden los frutos de la acción están
condenados a un pesimismo mórbido, cínico, resentido. Detestables personas que
nos endilgan su cuita y desesperanza y que, cuando no respondemos a su versión
encharcada del mundo, nos acusan de traidores, de indiferentes, de
superficiales.
Una indignación equilibrada nos llevará muy
lejos, en esta maratón interminable.
(Columna publicada el 19 de febrero de 2015.)
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