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¿Qué dicha hay reservada por ejemplo para aquel
que vive en uno de nuestros barrios periféricos o ciudades satélite y está
condenado a viajar cuatro horas de ida y cuatro de vuelta en un bus en donde
muy precisamente se acaban de subir dos basuras muy maleados para basculear a cada
uno de los pasajeros dejándolos una vez más en la premiseria y tanto y todo por
ir nomás a trabajar y lo peor es que a menudo en bretes que ni un mismo orco de
la Tierra Media soportaría y estaría en condiciones de aguantar?
De allí la importancia –antes de invitar a la
gente a la gran orgía de la prosperidad– de asegurarse que hayan bases solidas
de orden y seguridad que puedan sostenerla. De otra manera lo único que estamos
ofreciendo es crueldad: un paraíso aparente, pero impracticable.
Ya con esas bases establecidas, la idea es fundar
por todos los medios posibles fuentes fluidas y legítimas de movilidad social,
que no se descalabren a la primera. Condiciones más atractivas de vida que no
sean solo espejismos y no cedan fácilmente a la entropía. Necesitamos, sí,
conductos para el esfuerzo inteligente y motivado, la iniciativa libre, la
autonomía creativa, la ética personal, la libertad secular, el progreso liberal
y técnico del individuo y de la sociedad pragmática. Estamos hablando de
diseñar un nivel cultural inteligente en donde se reconozca la entrega
apasionada, la competencia productiva y el propio poder explorante, para
liberar así zonas crecientes de comodidad, acceso y conveniencia.
Un nivel cultural en donde tengan lugar el
mérito independiente, la asertividad entrepreneurial, el pensamiento
desregulado, la pulsión diferenciadora, el criterio cultural, la ambientación
estética, la curiosidad racional, el humor informado, el oasis tecnológico e
informacional. En corto: la satisfacción contemporánea.
(Columna publicada el 29 de enero de 2015.)
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