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Pero nunca vamos a entronizar nuestra
visión de país sin botar los antiguos esquemas de cambio. En efecto, todos los
viejos esfuerzos por traer evolución al país no han conseguido darnos una vida
nacional satisfactoria. ¿Por qué insistimos en ellos? Precisa salir de la
negación. Rendirse y pasar –con honestidad y firmeza, apertura y disposición– a
otra cosa, a otro cuerpo de posibilidades.
Porque de hecho hay otro cuerpo de posibilidades. De nada sirve adoptar una
posición fetal, y hundirse en la pura decepción desmoralizada o atrabiliaria.
Podemos confiar en que obtendremos los recursos para diseñar un país más
funcional, si nos abrimos a ello. La primera condición para que el cambio se dé
es que aceptemos la realidad del cambio, y en este caso estamos hablando del
cambio a la cordura.
Por supuesto, un problema aquí es mezclar
el nuevo vino con el viejo. Tenemos que aprender a reconocer el vino viejo como
tal, y ser muy honestos al respecto. A veces decimos que queremos cambiar, pero
la verdad es que no estamos dispuestos a limpiar la vasija, el odre, no hay
disposición, no hay humildad. Estamos llenos de nuestro propio gelatinoso
orgullo, de nuestras propios, rígidos, grumosos puntos de vista.
Para reestructurar nuestra sistema de
posibilidades, vamos a tener que rectificar nuestras motivaciones, nuestra
visión, nuestra conducta cultural toda. Y luego vigilar que no volvamos a caer
en las antiguas maneras, en los mismos credos cerrados. Por otro lado, no se
trata de crear una nueva fórmula estanca, sino de entender que el paradigma
entrante de cambio deberá ser dinámico, siempre rastreando nuevos horizontes de
funcionalidad.
Así pues, el trabajo no termina. Por mí,
por el otro, por la galaxia entera de relaciones culturales del país, se
precisa seguir trabajando.
(Columna publicada el 20 de noviembre de 2014.)
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