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Como yo lo
veo, la integridad toda de nuestra nación dependerá de nuestra aptitud para
crear un movimiento de coemergencia en donde izquierda atávica se abra al
futuro y derecha ahistórica se integre al pasado dando lugar a una suerte de
interzona intrépida, un salto radical al otro. Solo un movimiento de esta
naturaleza posibilitaría las condiciones para actualizar el proyecto de la
conciliación nacional. Un movimiento que, ya sin la atmósfera programática de
la firma de la paz, pueda adoptar dos rasgos esenciales: seriedad y confianza.
Porque sin ellos, no seremos libres, y la guerra (que no ha terminado) jamás va
a terminar.
Para mí la
perspectiva pragmática y republicana de la derecha local es, en su expresión
coherente (que la tiene), completamente válida y relevante, y no podremos sacar
adelante este país sin su concurrencia. Como tampoco sin la concurrencia de una
izquierda entregada y sensible que catalice la conversación social. Es una pena
que ideólogos y columnistas de derecha sean muchos de ellos tan cerriles para
comprender su propio capital moral y defenderlo con mayor nobleza, agilidad
intelectual, rigor discursivo, y proyectando un sentido más audaz de rendición
de cuentas. Como también es una pena que cierta izquierda no abandone la
tonalidad púber y no esté dispuesta a reconocer ciertas complejidades
inherentes del sistema, ni lo que está en juego más allá de su punto de vista,
que a menudo decae en un romanticismo ideológico y una indignación
infructífera, a la larga cómplice –más cuando se pone cínica– con el estado de
las cosas.
Aparte de
la pobreza material del país, hay otra pobreza que se manifiesta como ausencia
radical de alteridad política, de uno y otro lado del péndulo.
(Columna
publicada el 9 de octubre de 2014.)
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