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En otras secciones, hablamos del compatriota esperpéntico,
irreverente, lúdico, pícaro, riente, energético, relajado, no morigerado,
desacralizador, recursivo y juglar. Estamos hablando de lo chispudo en
contraposición a lo aguambado.
El ingenio es a no dudarlo un valor de los nuestros.
Ya sublimado, es un valor que podemos llamar mejor así: creatividad. Por
cierto, no negaremos que hay guatemaltecos lentos, gerontes, idiotas y
subnormales, que se sienten en casa cuando están en un estado avanzado de sopor
sináptico, pero eso no quita que exista una cepa colectiva de connacionales
más o menos agiles. No sé si seremos
alguna vez un pueblo de sabios, pero podemos arreglárnoslas como comunidad artesanal
de pequeños creativos.
Admito que estamos bloqueados la mayor parte
del tiempo, pero es que todos aquí se pasan el valor del talento por el culo. No
existen las estructuras ambientales conducentes a la libertad imaginativa, en los
ámbitos técnicos o liberales, conceptuales y pragmáticos. No estimulamos, en
las escuelas, la creatividad radical ni las conexiones fluidas de significado.
No reconocemos ni elevamos las múltiples inteligencias humanas. Nuestra
facultad de aprender y revelar nuevas penínsulas de realidad está completamente
desamparada. Tampoco estamos listos para crear mecanismos de fertilización
cruzada y menos a entrar en la lógica del open
source.
Sobre todo no sabemos separar la creatividad del
campo de lo creativoso y lo chapucero. Es lo que yo he llamado antes la
dictadura de la ocurrencia, notable en las redes sociales y las agencias de
publicidad. Eso de reducirlo todo a una
degradada ingeniosidad, aérea o inoperante, o peor aún, a un chiste, a una completa
chingadera.
(Columna publicada el 4 de septiembre de 2014.)
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