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Y ahora, cabalmente, hablaremos de
valores, y por valores entendemos aquí valores compartidos. En realidad, da
penita en cierto modo hablarle a la gente de valores, pero por otro lado la
gente siempre parece olvidarlos, convenientemente. En especial hoy es un tópico
difícil, con tantas comunidades de madréporas posmodernas desconfiando de las
agendas axiológicas, por juzgarlas del pasado, ridículas y de mal gusto.
Por supuesto, no estamos hablando de un
panfleto catequista para evitar el vicio y el fornicio. Queremos resaltar algo
muy serio, y es que sin valores el barco titulado Guatemala se va a hundir, o
ya se hundió. Se precisa actualizar y orientar afirmativamente nuestros
energías primordiales por medio de un compromiso o programa de principios
compartidos explícitos. Y sin embargo, no son principios clausurados o tipo
fatwa, ni tampoco pseudobjetivos o esencialistas: en cuyo caso hablaremos de
los valores como principios abiertos. Son principios, pero sin ninguna
pretensión objetiva radical.
No queremos caer en la arbitrariedad
ética, pero tampoco queremos caer en el fascismo. Estos valores nacen de las
propias propensiones. Cuando no trabajamos con cualidades orgánicas de la
cultura, con valores de veras propios, la cosa vuelve morosa, enajenante, incoherente
y desacertada. Rectitud no siempre quiere decir integridad. Integridad más bien
es la rectitud de lo auténtico. La cosa es trabajar con lo que somos, como
somos.
Es decir que para que estos valores o
inteligencias nucleares sean reales han de nacer de la idiosincrasia profunda
del país, que he venido investigando. Será imposible para el lector entender
por qué voy a elegir determinados valores sin haber leído lo segmentos
anteriores de esta reflexión en progreso, sin haber recorrido pues el camino
entero. Siempre está a tiempo de recorrerlo.
(Columna publicada el 17 de julio de
2014.)
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