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Conservadores
somos, y de hueso colorado. Comedidos, contenidos y catequistas. Es una
represión asumida y callada. Pero luego hay otra clase de represión, más
explosiva y abierta, que se activa cuando mezclamos los propios credos e
idearios con las más carnívoras predilecciones marciales, en cuyo caso pasamos
de la prédica deprimida y desdentada a una especie de orgía enfogonada de
supremacía moral y bíblica (todo lo cual aplica a lo político y lo ideológico
también). Se ve que somos tan católicos como evangélicos.
¿Qué más?
Cuando estamos inscritos en una línea, en un engranaje, nos sentimos
perfectamente en casa, pronto incluso nos inflamos, nos abultamos lo indecible.
Eso explica el mal modo de aquellos que han estado demasiado en un puesto, y lo
perciben ganado. Cuántos burócratas, ratas de escritorio, funcionarios
pálidescentes, y protectores públicos o privados creen que por ser parte de un
sistema están exonerados de dar una sonrisa, supurando apatía o agresión. En el
sector servicio, lo mismo.
Luego hay que
decir lo obvio: el verticalismo en su manifestación enferma se traduce como prepotencia
injusta, como opresión jerárquica, y desde luego como exclusión, en múltiples
variantes: segregación económica, gélido clasismo, nacionalismo egótico, racismo
tan profundo, discriminación por género y de orientación sexual. La homofobia
es rampante, dando lugar a toda clase de vidas reprimidas y existencias de
clóset, muchas de doble rasero.
En fin, es el
guatemalteco que establece un nauseabundo sentido de superioridad sobre sus
compatriotas. O, recíprocamente, un nauseabundo sentido de inferioridad, de
sumisión, ya sea en relación a otros guatemaltecos, o bien a un grupo de
extranjeros (por ejemplo a los gringos, como se vio en 1954).
Porque atacamos
y devaluamos al otro, y porque nos atacamos y devaluamos a nosotros mismos, es
que nuestra autoestima colectiva está por los suelos. Es la guerra de los
estereotipos.
(Columna publicada el 19 de junio de 2014.)
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