Gt (19)
Seguir es lo
que nos gusta: sigamos pues.
Tradiciones
mayas, criollas y mestizas: las hay para todos los gustos. Nos cautiva lo
milenario y lo que huele al armario de la abuela. No cambiamos mucho ni rápido,
aunque para decir lo justo, cuando por fin cambiamos, el cambio es solido, no
es aire.
Pareciera que
el mundo del guatemalteco es uno muy definido, excesivamente estable. Incluso
como ruptores somos tradicionalistas –y no aceptamos que alguien difiera de
modo distinto. El guatemalteco siempre quiere redimirse a sí mismo a través de
la continuidad. No hay ninguna cosa demasiado repentina en el llamado chapín:
el connacional ama las configuraciones inalterables, paternales, incluso las
que odia, incluso aquellas que lo tienen de rodillas. Eso le hace un ser
constante, por un lado, pero por el otro le convierte en un inmovilista, y
asimismo en alguien que inmoviliza al vecino. Sencillamente no le gusta que
avance, incluso adora que retroceda. Lo de la olla de cangrejos es
completamente real, pasa que es una analogía que a veces se utiliza
tendenciosamente para alejar la crítica, y eso tampoco lo vamos a permitir. Por
demás, refrenar la crítica también es una forma de ser “cangrejos”.
Añadamos que
el guatemalteco es ligeramente xenófobo, en el sentido genérico de que
desconfía del Otro pues trae aires de alteridad (“¡injerencia extranjera!”,
exclaman, violáceos) y porque el Otro es aquel que le refleja sus propias
inconsistencias. Un ejemplo: da risa, es decir tristeza, cuando el guatemalteco
se pone a hablar tanta mierda de los mexicanos (más recientemente de los
suizos).
Por supuesto,
aquel que se atreva a salir del orden establecido será inyectado con una
amarillenta dosis de culpa. La culpa heredada y colectiva transforma
diabólicamente la pureza de un pueblo en un puritanismo degradado y artificial.
(Columna publicada el 12 de junio de 2014.)
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