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Algo así: somos por un lado inocentes, por el
otro nada inocentes. La dimensión marrullera desmiente nuestro bon sauvage. Nos referimos a cierto
espíritu socarrón y astuto que caracteriza al guatemalteco. A veces es un
espíritu con gracia y puntería, pero luego también es sucio, tosco, crudo, mamarracho
como ninguno. El abogadillo artero, el grasiento diputado en tribuna, allí
tienen ustedes un par de ejemplos de ello.
De los españoles heredamos muchas cosas, y en
cuenta un estilo de ser picaresco. El mismo está muy presente en guatemalteco
amestizado, pero también es a ratos rastreable en el indígena, que tiene lo
suyo de trickster.
Del lazarillo local ya he hablado antes en mis
escritos. Así por ejemplo en una entrevista que le hice a Velorio (Velorio: ladino y lazarillo, la pueden
googlear). En términos generales, yo
creo que sin el arquetipo del lazarillo, el guatemalteco no aguantaría la vara,
psicotizaría en el acto. Es un arquetipo para nosotros muy necesario, porque
nuestro medio es muy, muy pesado. El lazarillismo da el ingenio necesario para
vadear la ingrata cotidianidad. Alguna vez escribí que Guatemala es un gran
país–Lazarillo.
Si usted funge como bandera en un barrio duro,
si ha puesto a jugar sus habilidades como merolico, si sabe lo que es ser brocha
en una camioneta, si cumple como guajero en la entraña hedionda de la
bestiabasura, entonces usted es, a no dudarlo, un lazarillo. También aplica en
algún grado si es escritor en Guatemala (a menos, claro, que sea Francisco
Pérez de Antón) pues la escritura aquí es un oficio marginal que demanda que
recurramos a las más ingeniosas y sátrapas técnicas de sobrevivencia literaria.
(Columna publicada el 15 de mayo de 2014.)
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