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Y el problema con fortificar es que no ingresan
aires nuevos. Rígidos porteros, guardianes medievales, nuestros límites no son orgánicos,
inteligentes o flexibles.
Esta mentalidad defensiva muy pronto se pone
anticipatoria, hiperprotectiva, paranoica: ya ofensiva.
Lo que hacemos es imaginar un enemigo, inventarle
agendas hostiles, luego adoptar el credo: “la mejor defensa es el ataque”. Atacando,
creamos al adversario que tanto temíamos. Nuestra tendencia guerrera, en su
versión demoniaca, ya se ha apoderado, víricamente, de nuestra personalidad preservadora
(lo cual explica por qué, siendo tan acreditados conservadores, somos tan
pésimos conservacionistas). Hemos sido intervenidos por el terror y la lógica
ellos–nosotros, a menudo puesta allí por los regresivos curadores del statu
quo, con solo un interés en mente: proteger su dinero, su ideología, su vino en
la cava, y su hueso en el poder.
Es completamente cierto que a ratos nos
preocupamos por la seguridad e integridad del otro y del medio. Pero de un
tiempo hacia acá no hacemos más que abrigar nuestro pavor, nuestros pueriles
escapes, todas las cosas equivocadas. ¿Por qué no custodiar mejor el coraje y la
ternura?
Añado que cuando hallamos una manera de hacer
las cosas, un protocolo, no nos cuenta seguirlo, pero nos cuesta un montón deseguirlo.
De allí sacamos la disciplina remachona. Sin ser monjes zen en sesshin, un sentido de vigilancia
tenemos. Ordenaditos, cautos, incluso consistentes.
Eso hasta que se nos se nos mete lo cínico y lo
lazarillo, de lo cual hablaremos seguidamente.
(Columna publicada el 8 de mayo de 2014.)
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