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Quizá debí hablar antes de nuestra tendencia a conservar. En efecto, los guatemaltecos
somos conservadores.
Hay guatemaltecos puntuales que vanguardizan,
es cierto. No sé: un Cardoza y Aragón, un Luis von Ahn. Pero ello no significa
que el guatemalteco sea genéricamente explorador, innovador, ni mucho menos.
Nuestra cultura no facilita el encuentro con lo inédito, no estimula el toque
de lo original. Así pues, los antes citados tuvieron que irse, más bien corriendo,
a la chingada. De otro modo no habrían hecho lo que hicieron, o por lo menos no
de la misma manera. Nuestra fijeza cultural, pétrea y térrica, los habría en
una medida paralizado.
No hay lugar aquí para los individuos, solo
para los inseguros y los congregados. Somos profundamente vicarios y súbditos,
e intolerantes con la crítica. Eso se vio en nuestros llamados movimientos
revolucionarios, que no revolucionaron nada, se enhielaron sin remedio.
Nos movemos en chumul, por tanto con gran
lentitud, con gran burocracia, con gran régimen. No tomamos grandes riesgos;
por el contrario, una existencia previsora, ahorrada, arraigada, predicadora,
apaciguada, escrupulosa y nada ardiente es la que mejor nos agrada,
colectivamente hablando. Tata y guachimán, combinación terrible. Cuando nuestro
lado conservador y nuestro verticalismo autoritario se ponen en connivencia, es
la catástrofe de lo estático.
Eso es vivir la vida con avaricia, sin entrega.
Hasta nuestros supuestos iconoclastas son seres francamente moderados, y
terminan deglutidos por la masa, salvo honrosas excepciones y personajes, muy
pronto crucificados, o condenados a la indiferencia. Individualistas no: pasa
que, aún siendo tan gregarios, tenemos una tendencia a aislarnos: a fortificar.
(Columna publicada el 1 de mayo de 2014.)
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