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Cierto que por ser luchadores aguerridos hemos aguantado
los peores infiernos; pero a veces hemos creado esos peores infiernos por ser aguerridos
luchadores. Es un catch–22.
Una lástima que no hayamos aprendido a sublimar
nuestros impulsos belicosos para ponerlos al servicio de la noble resistencia,
la sociedad alumbrada. Más bien lo contrario, Guatemala es el perfecto machote del
sadomasoquismo navajero a escala estatal. Siendo como somos de la tierra, hemos
traído a la tierra guerra, garra y muerte.
Hace unos meses, una nota periodística nos
explicaba que la Monja Blanca se ha extinguido de los bosques del país. De ser cierto,
bien podría metaforizar lo mucho que hemos dado la espalda a nuestra propia ternura
y a toda fineza. Felicitaciones, hermanos chapines: nos hemos convertido en cuatreros,
violadores, mareros, secuestradores y victimarios de tiempo completo. Cuando el
peatón cruza la calle, el carro acelera.
El horror más grande, el sacrilegio más
incomparable, es cuando el guerrero mata al quetzal. O ya fuera del territorio
mítico, cuando una madre ixil y su hija de siete años son profanadas simultáneamente
por una jauría de soldados. Es cuando el combatiente guatemalteco, en vez de
velar por lo frágil, lo aniquila.
Quisiera añadir que, al mezclar nuestra ingenuidad
terrenal con nuestra energía confrontacional, caemos en zonas peligrosamente regresivas:
convicciones religiosas mítico–integristas y creencias políticas crudas y
predadoras (o la mezcla de ambas: Ríos Montt). Y decir que cuando el guerrero
se une al bufón que hay en nosotros, surge, muy simplemente, el bully: el que
se burla coercitivamente de todos, mientras les baja a vergazos los dientes.
(Columna publicada el 24 de abril de 2014.)
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