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Así nuestra reciente guerra civil que, sin
alcanzar la dimensión de otros conflictos similares en el orbe, fue una cosa en
realidad inmedible. Pervive entre no pocos guatemaltecos un gran respeto por
los combatientes que allí obraron, sean de la guerrilla o del ejército.
Del ejército por supuesto hay que hablar. No
extraña que haya sido y continúe siendo una institución tan autorizada en el
país, y que muchos de nuestros líderes, gobernantes o dictadores hayan sido de
hecho militares, creando escenarios históricamente catastróficos. Está claro
que el rol de los guerreros puros no debiera ser en ningún caso el de gobernar,
porque gobernar es –lo es en principio– una actividad del conocimiento.
Y sin embargo, la idea no es negar la
inclinación combatiente ni su nobleza, que la tiene. ¿Dudaremos que la lucha ha
tenido un rol a veces necesario en la historia humana? A veces, el uso de
soldados, estruendos y conflagraciones es legítimo. Y nunca es recomendable
olvidar cómo defenderse.
Innumerables guerras han tenido que darse para
que un pacifista pueda despreciar la guerra. Su postura es una prerrogativa
producto de muchas batallas y crisis evolutivas. A menudo, es una postura no
examinada. Es de leer las críticas de Krishnamurti o Aurobindo a Gandhi. La noción
de ahimsa presenta toda clase de
complejidades.
Por otro lado hay que entender lo obvio: la
dimensión guerrera no tiene que pasar por fuerza por las armas, siendo por
supuesto la idea trascenderlas. Un arma es un karma. Más cuando no obedece a
ningún principio de consciencia, condición mínima. En tanto que sociedad
altamente armada, damos rasgos de un irracionalismo fascistado.
(Columna publicada el 10 de abril de 2014.)
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