Gt (10)
Como yo lo veo, si vamos a tener un escudo de armas, como el horrible que tenemos, lo mejor es que lleve un quetzal incorporado, un toque de sensibilidad.
La verdad es que necesitamos toda la delicadeza
de la cual podamos echar mano. En el guatemalteco, hay una criatura inflamada
que adora darse verga. Subvenciona toda clase de afrentas –de pensamiento,
palabra, obra, o pasivoagresiva omisión.
A veces nuestros ataques son los de un
estratega milimétrico. A veces estamos tan enojados que simplemente
psicotizamos. Y cuando despertamos de esa bruma hermética y paranoide resulta
que tenemos las manos llenas de sangre: hemos matado operáticamente a nuestra
esposa o bien agarrado a machetazos a un desconocido en la cantina.
Ya sea por la vía de la metódica provocación
(que yo llamaría conformidad violenta) o de la explosiva hostilidad (violenta
inconformidad) impregnamos nuestra esfera colectiva de un aura de tensión.
Ojalá fuera tensión creativa, conflicto creativo. Rara vez lo es.
Nadie podrá jamás negar que los guatemaltecos
somos seres profundamente marciales. Incluso contamos con una facción predadora
de élite, los llamados kaibiles.
Esto viene de atrás. Sabemos que la sociedad
maya del pasado era una sociedad con fuertes latencias belicosas. De ishto, se
me inculcó la idea de que aquella era una sociedad técnica, epistémica y
sacerdotal, lejos de las cábalas de la sangre. Nada más falso. En realidad,
esos señores también tenían lo suyo de crueles sombríos cabrones.
En términos generales, nuestra historia
prehispánica, colonial, moderna y posmoderna está repleta de episodios salvajes
de atropello, tortura y sepulcro.
(Columna publicada el 3 de abril de 2014.)
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