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¿No somos los guatemaltecos más bien inocentes?
No lo digo por criticar: semejante apertura no es por fuerza un defecto. Uno
podría decir que, en
velocidad y en albur, los mexicanos nos dejan hechos un chirajo. No lo digo por
alabar: semejante acrimonia no es por fuerza una virtud.
Lo vemos en ciertos compatriotas: la tersura
sin predicamentos, la curiosidad sin putrefacciones, la candidez sin ideologías.
Esta misma inocencia es la que nos hace tan creyentes y tan confiados. Lo cual,
como ya dije, no tiene por qué ser necesariamente malo, aunque los señoritos de
la razón y la prudencia van aquí a disentir. Si disienten es porque han perdido
cabalmente esa frescura o asombro virginales. Detestan tal espontaneidad por no
poder experimentarla ellos mismos, del mismo modo que un impotente no puede
experimentar una simple erección.
Volvamos aquí a la monja blanca y el
quetzal: símbolos delgados, que antes me irritaban profundamente. Yo me
preguntaba: ¿cómo vamos a hacer un país fuerte con imágenes tan dulcemente
aplastables? ¿Cómo puede el quetzal, ese pájaro tan menudo (“tan hueco”)
elevarse por encima del cóndor o el águila real?
Y en efecto, el quetzal nunca se elevará
por encima del cóndor o el águila real, porque tal no es su función. Ni es su
función ni es su esplendor. Su esplendor radica más bien en su compacta beldad;
su fuerza en su preciosa delicadeza; su altura, en su discreta intimidad. Hay
algo sagrado y puro en un quetzal: es algo que sabían muy bien los antiguos. No
podemos dejar que esa pureza se transforme en craso puritanismo ni esa inocencia
luminosa en pura ingenuidad.
(Columna publicada el 20 de marzo de
2014.)
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