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No confundir estas tendencias con relatos de
origen armados para legitimar puntos de vista. Más bien, son cargas simbólicas,
patrones subterráneos, roles de base que preceden todo discurso nacional. Como
características colectivas no son de sí virtuosas o malsanas. Lo que pasa es
que los ciudadanos las vamos informando, tutelando, a menudo envileciendo,
hasta privatizarlas, bunkerizarlas, convertirlas en estrategias viciadamente
nacionalistas.
Tales voces imaginales están más o menos en
todos nosotros, los guatemaltecos: claro, unos compatriotas las tienen más,
otros menos. Se puede ver cómo determinada pulsión se hace más visible en
cierta región o población y disminuye en cambio en otra (sin desaparecer
completamente). La estructura de estas latencias es más o menos genérica, pero
las combinaciones e intensidades internas varían (dando así lugar –dentro del
propio país– a la diferencia). Y así como van morfando dinámicamente según los
colectivos y los espacios, también lo hacen de acuerdo a los momentos
históricos.
Cada individuo guatemalteco tiene evidentemente
su forma distintiva de ser, que va asociando como quiere o puede con la forma
de ser de su cultura englobante. Nuestra idiosincracia al final termina siendo
bastante sofisticada (aunque menos sofisticada, creo percibir, que en otros
países, por varias razones tales como el tamaño de nuestra geografía o
–cabalmente– nuestro modo de ser). Hay variables disgregadoras de eso que
podemos llamar un modelo nacional, pero ello no quiere decir que no podamos
adivinar ciertas corrientes o plantillas cohesivas y medulares, que van
formulando un contrato o pacto abierto de identidad.
(Columna publicada el 6 de marzo de 2014.)
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