Fin de año
Carros en la calle como campanas abandonadas. Ametralladora revienta,
a lo lejos, nostálgica. Lamentando que,
a estas horas, las iglesias estén cerradas. ¿Qué harán los cuerpos vapuleados,
cuando quieran levantarse?
Así vamos terminando el año. Días y noches de recorrer la ciudad
por calles más largas que una conversación en un cuarto sin nadie. Días y
noches de circunvalar los torsos y estatuas con escorbuto. Días y noches y
tardes cojas, viéndome con desconfianza.
No tengo miedo: salgo otra vez a caminar. Las calles pernoctadas
han vuelto a ser plenamente propias: seré ese yogui urbano que recibe
revelaciones infinitas, saturadas de gozo y esplendor.
Para después regresar al departamento a escribir el último
artículo del año, y a conversar con esa mujer que sufre y ríe a mi lado, una
mujer sencilla –como esa de la canción– pero también gracias a Dios complicada.
La navidad pasa sin tocarme. Nada tengo que ver con esa procesión
sensacional y fenoménica. El silencio me reclama. Terminé múltiples libros en
2013, y ahora no quiero más. La literatura me llega por oleadas y emanaciones.
Esta emanación ha concluido.
Y sin embargo aquí sigo, en encendida circularidad. Por no aburrirme
me divierto montando desdeñoso el tigre de la sangre del ego y proyecto un
millón de budas a los confines del espacio. Eventualmente, todo será absorbido
–la ciudad y sus sicarios– por esta luz inexorable.
Despertaré mañana muy temprano, para ver otra vez los edificios
arder desde el balcón, sin preocuparme por las arrugas que me devoran puntuales
el rostro.
(Columna publicada el 19 de diciembre de 2013.)
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