El narkoan
Veinte años atrás moría Pablo Escobar. Inacabable relato de sangre de finales de los ochenta / principios de los noventa, allá en Medellín, que los no colombianos contemplábamos con franco estupor.
En Guatemala no supimos aprender ni anticipar nada, vertebrar un
plan de nación para evitar que nos volviéramos nosotros también la carnaza del
narcotráfico.
Resultado: el horror vino a quedarse (aún si a veces se desdibuja
en el paisaje mediático de horrores, porque son muchos).
El horror vino en forma de una pregunta insoluble, una suerte de
koan –un koan zen zeta, pues– y es:
¿Cuántos de los nuestros caerán en la sangre decapitada de las
junglas psicópatas de los carteles?
Es:
¿Cuántas pipas de crack caben en una piñata hecha de vísceras?
Es también:
¿Cómo se resuelve un conflicto de drogas que no es de aquí ni del
otro lado?
Es: ¿cuántos sicarios se necesitan para cambiar un bombillo de un proyecto
inmobiliario financiado por el narcodinero?
El koan precisa una respuesta justa, o la realidad –torcido gurú
implacable– nos caerá a palos. Pero en rigor ya nos está cayendo a palos.
En efecto, ya hoy México es amo y señor del narco (tomando el
lugar de aquellos carteles ochenteros–noventeros de Cali y Medellín) y resulta
que nosotros, vecinos inmediatos, somos ya sus putas predilectas.
Mientras se dislocan y reconfiguran las estructuras de los
carteles arriba, hay migraciones peristálticas de poder hacia abajo, esto es: hacia
los estados débiles como Guatemala o Honduras.
Estados que luchan por mantener por lo pelos una fachada
democrática, pero de qué sirve todo eso, si son perfectamente incapaces de
responder el narkoan.
(Columna publicada el 28 de noviembre de 2013.)
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