Tiernos leopardos
Liz Taylor, Richard Burton: qué par de
supernovas, ustedes dos.
De un lado estás tú, Elizabeth, sublime
y atormentada, precoz y mujer y madre, casada incansable, senadores y albañiles
te acompañaron en tus noches neuróticas, fuiste fea y fuiste Cleopatra y fuiste
la infinita operada, Liz, cabalista, protectora y enferma, hiciste talacha en el
Betty Ford cuando eso no daba (aún) valor de marca, y queremos decirte,
Elizabeth, que fuiste, siempre, un pedazo sublime de asteroide sobre el set
inmortal, y que en tus cincuenta películas y en tu ácido nucleico Dios cifró la
arcilla de la gloria.
Y Richard Burton, galés varón, hijo de
las minas, nieto de Shakespeare, apuesto jorobado, esplendente enfermo, sexual
hemorrágico, que fuiste Alejandro, que fuiste Marco Antonio, que fuiste
Petruchio, que fuiste el Rey Arturo y el Reverendo Dr. T. Lawrence Shannon, que
fuiste tantos en tu costumbre de ser otros, y nos leíste, en la noche fría, los
poemas de Dylan Thomas (And death shall
have no dominion…) y nos diste el teatro crístico, mientras fumabas
célticamente y bebías asesinándote, en la fatiga del jet set hollywoodense, escribiendo
en tus diarios vomitados, no dudaremos de ti, amigo Burton.
Y claro están los dos, Burton–Taylor,
muy cosidos, en mil instantes que son pájaros de gloria y celuloide, húmedos,
faraónicos, nocturnos, perlados, bebiendo, gastando, adúlteros, divorciados, inocentes,
enhielados, desgarrándose, Liz y Richard, co–eternos, co–adictos, antes de los
Brads y las Angelinas, compartiendo, en yates solares, como tiernos leopardos, un
mismo ocio de sangre: jamás obtendrán nuestro olvido.
(Columna publicada el 10 de octubre de
2013.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario