Las muertas están de pie
Allí está que todas las
mujeres asesinadas del país se juntaron, salieron a marchar.
Las vimos con atención venir
de todos los rincones: de todas las cunetas, los pastizales, los cuartos de la
sangre y las calles del polvo…
Eran más que miles:
estranguladas, violadas, acuchilladas, baleadas, macheteadas, atrozmente
golpeadas, degolladas, decapitadas, secuestradas, siempre muertas al final.
Eran adultas y eran niñas.
Eran ladinas y eran indígenas. Eran de todos lados del país, arrastrando largas
cabelleras enfurecidas…. ¡Ay, hermanas de la asfixia, abolidas nuestras, confluyendo
en la fiesta oscura de los dientes rotos, en el interregno inacabable del
alarido!
Todos los zanates de la ciudad
las acompañaban, en su marchar de mil condenas: por la avenida iban ellas como un
gran gusano sin fin.
Hasta que se detuvieron,
levísimas, en la plaza; allí nomás, perfectamente inmóviles, cantando su canto de
silencio. Todo estaba siendo dicho, sin las varonas palabras inútiles. Ese
silencio era como una plegaria, una invitación de la luna sangrante.
Las otras, las vivas, las
que aún no habían sido exterminadas, las miraban, sollozando.
Y desde luego, también los
hombres miraban. Miraban a las muertas. Y luego se miraban las manos. Y ya no
podían olvidar.
Después de una hora exacta,
las muertas se retiraron, volviendo a esos lugares de donde habían venido:
cunetas, pastizales, cuartos de la sangre, calles del polvo… Pero dejando atrás
un rumor, un crepúsculo amarillo…
(Columna publicada el 17 de
octubre de 2013.)
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