Carta
Amor que nació
vivo, genéticamente fuerte, con herida en la frente, sellado por sangre. Nada
hubo que planear, pues ya todo estaba planeado desde el principio de los
tiempos. Tomamos la decisión en la laguna de los viejos dioses mayas. Luego construimos
nuestro hogar encima de las ciudades de hueso.
Hemos crecido
juntos, simbióticamente, en los descensos, éxtasis y hastíos de la mirada. A
veces peleamos; a veces, amenazas, cristales y cuchillos. Pero el grito de
nuestro amor, grito de guerra y amor, aplasta diferencias y somata lo igual. Después
de diez años, está visto, no seré yo otra cosa que este tecleador de tiernas
sentencias, y vos no serás más que el ave singular que fue extraída del cielo y
del labio y de los cielos. Algo hemos envejecido, pero da igual,
porque los tótems de lo extraordinario se han posicionado fijamente en los
balcones.
Me gusta andar
con vos, porque sos práctica y sos indomable. Ay amor, cómo te veo dormir, y a
tu lado una gata. ¿Quién tiene tu altura exagerada, Chiquita? Los anillos nunca
los llevamos por fuera: están en lo hondo, lo enigmático de la carne. Ignoro, es
cierto, si vamos a terminar juntos (nadie sabe estas cosas, pero yo quiero que
esto siga y siga, y es lo que quiere la ventana). Lo que sí puedo decir es que
diez años contigo son ya un regalo inmerecido, hiperbólico.
Si fueras
arrancada, si fueras muerta, no volvería yo a mujer alguna, porque sos la mujer
que el cosmos envió desde el centro de un mutante. Ni dos ni tres: son diez
años de casados, mi partner. Que seguirán rodando por veredas libres y
decretadas. Las aves de aluminio se funden en tu sartén. Comamos, pues, amor.
(Columna
publicada el 5 de septiembre de 2013.)
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