Asalto
Pisado 1 y Pisado 2 van en una misma moto, entre los muchos automóviles
de la avenida. Pisado 3 los ve venir por el retrovisor.
El tráfico tiene eso de gran escarabajo negro puesto al revés. Los
carros están muy quietos, en impotencia: no pasan.
Pero la moto ella sí pasa, entre los carros.
Pisado 1 y Pisado 3 siguen rodando: no llevan casco, tampoco el
chaleco obligatorio. Es una circunstancia como se ve muy tensa, muy delicada.
Horrenda paranoia en un punto preciso y localizado de la garganta de
cada neural conductor ferozmente atrapado en la calzada cautiva y superfija.
Seres que han sido asaltados y despojados del celular en el
pasado, en situaciones parecidas a esta; seres asustados; seres que participan de
una misma quilla del terror urbano.
Cada uno aportando a este campo general y lactescente su propio liquen
de ansiedad, su propia esencia de temblor y anticipación.
Solo Pisado 3 no tiene miedo.
Tiene ira.
Pisado 3 observa cuidadosamente en el retrovisor lateral: observa
cómo Pisado 1 y Pisado 2 van acercándose a su propio vehículo. Ya se ha
posesionado del arma, ya ha bajado el vidrio. En el momento preciso en que se
presenten a exigirle el celular, Pisado 3 les soltará la tolva entera.
Pero Pisado 1 y Pisado 2 siguen de largo. “Ve”, dice Pisado 3, “entonces
no eran ladrones”. Le está hablando a alguien que está en el sillón de atrás: es
su hijo recién nacido, colocado suavemente sobre el asiento de bebé.
Como lamentándolo, Pisado 3 guarda de nuevo la pistola en la
guantera, que es donde mantiene también el celular.
(Columna publicada el 12 de septiembre de 2013.)
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