Calles adyacentes
Reforma. Veo a los antorcheros corriendo, saurios perdidos en la
noche, agitando banderas zombies, entre monumentos vanos.
Como buitres desencajados van: embrutecidos, borrachos, congestionados
de patria, septembrinos, liderados por antorchas que más parecen teas
inquisitoriales. Hay niños en bandadas, bandadas que son como jorobas compuestas
de personas, en la avenida.
Y es a uno de estos niños maratónicos y anfetamínicos
–inexplicablemente, con una máscara de payaso– a quien se le ocurre hacer a un
lado los conos puestos en el carril auxiliar. Ignoro por qué razón la
municipalidad los puso allí para empezar. La cosa es que, con los conos ya
removidos, un chorro de motos y gente aprovecha y se mete por la vía ahora
abierta; y todo eso viene a mi persona, en su completa masividad; es más bien
inquietante.
Para dar lugar a esta marabunta, y no me atropellen, mejor me pego
al muro. Los veo pasar, en jadeante paneo. Uno de ellos, de cara picada, me
observa con ojos maleados. Y entonces adviene el miedo: ¿qué pasará cuando los
antorchistas se den cuenta que yo no soy como ellos, que no soy un patriota?
Me los imagino linchándome. Vaciando un galón de gasolina sobre mi
costillar quebrado. Pidiendo a gritos un encendedor. Tapando mi cuerpo
carbonizado con una de sus beatas banderas, y a lo lejos el sonido de los
cohetes, y yo enfriándome sin aliento como una especie de roca plutónica.
Me coloco de nuevo los audífonos, meto las manos en los bolsillos
de mi chumpona negra, me escabullo por una de las calles adyacentes.
(Columna publicada el 19 de septiembre de 2013.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario