Poesía y silencio
El mundo está compuesto de cosas inexpresables. De cosas sagradas,
crueles y numinosas. El mundo está compuesto de silencios.
Es como ver el reloj de la cocina. Es dable decir que el reloj de
la cocina posee una realidad muy banal, que no tiene vigor ontológico. Pero, en
verdad: ¿no hay allí algo en cambio inefable, surgido, íntimo, presente, espontáneo,
insolente, traspuesto, cada vez?
El poeta deberá aprehender esa intangibilidad, ese misterio, esa
conventualidad del universo, y transferirlo a la pura ansiedad o impulso del
poema.
Luego el poema será leído por alguien, un lector (a lo mejor en
una cafetería, en un lugar que es tan banal como el propio reloj de la cocina).
Y gracias al poema este lector podrá apreciar la puerilidad de todo aquello que
lo rodea, de su existencia toda, como lo que verdaderamente es: una coordenada
sin asideros, una experiencia de apertura y libertad.
La poesía nos hereda una mirada, y esa mirada es una
transfiguración, un amotinarse contra la dictadura calcárea de la apariencia.
No es que haya un sentido detrás de la apariencia; solo es la apariencia
disolviéndose en el asombro de sí misma: y alguien o algo que se asombra.
Es más que suficiente. Eso bota todos los diques, destruye todos
los mares.
Es un milagro.
Y como todos los milagros, viene en forma de pregunta: ¿qué es eso
que se asombra y cómo y por qué surge este pasmo, esta violencia? La pregunta
ni siquiera es explícita. Viene enredada con los versos: es transparente. Si
fuera explícita no sería pregunta, no sería silencio. Y sin silencio, no hay
poema.
(Columna publicada el 22 de agosto de 2013.)
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