La Sonia
La Sonia es la
madre. Es la amiga. Yo no soy amigable, ni tengo amigos, pero tengo una amiga,
y es la Sonia.
En la infancia
jugábamos: que yo era un avión, mírenme volar. O bien la Sonia me hacía
aquellos panqueques, y es claro que los hacía de felicidad. Trabajó parejo para
sacarnos adelante, a mí y a mi hermana. Me gustaba cuando íbamos oyendo
Fletwood Mac, en la cucaracha, ya en la noche, regresando a casa, allá en la
zona 18. Años más tarde, habría de esperarme, despierta, en otra casa, y yo
siempre embrutecido de alcohol, llegando a horas harinosas, indecibles (destruyendo
el organismo que ella misma había tanto cuidado). Siempre ha estado allí en
cada crisis –y en cada crisis nerviosa. Me ha dado incontables veces su apoyo,
el que sea, sin pedir jamás nada a cambio, ni jamás manipular. Es decir que no
es maciza ni se mete en la vida de uno, como esas madres codependientes que
parecen más que madres espinas.
Dirán muchos engasados
que sus mamás son intachables, medio santas, pero en el caso de la mía es problemáticamente
cierto. Me irrita sin mentira que una persona pueda tener tan pocos defectos.
Escucha como
nadie. Y sin juzgar. Mis innumerables neurosis. Mis quejas. Mis charlatanerías.
La Sonia es mi confidente absoluta –quién sino ella. Siempre ha estado allí. En
las horas rudas, y también en los momentos de gracia.
Los años le
han ocurrido a la Sonia. No sé cuantos, algunos, no recuerdo. Uno pide que no
le sigan ocurriendo, que no muera. Pero la verdad es que está viva como nunca. Pudor
de escribir de la Sonia –de mi madre– no tengo. Puta, si a ello se lo debo
todo. Traigan la guitarra.
(Columna
publicada el 13 de junio de 2013.)
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