Salud, poder
Todos tan pendientes del Hugo, la Hillary. Al primero como saben ha sido imposible percibirle; a la otra es cierto la vimos saliendo del Prebisteriano de Nueva York, pero con gafas secretivas, de las que uno se pone después de una trombosis.
En el Castillo
y más allá, murmuraciones, especulaciones, comidillas. Dr. Drew se pone a
darnos cuadros clínicos en la tele. Así ha de ser.
Lo importante
es discernir que hay un poder por encima del poder; inclusive del más perdurado
poder; del más eternizado, bunkerizado poder. No hay estadista, por muy influyente
que sea, que no deba rendirle cuentas a los tres mensajeros divinos –vejez,
enfermedad, muerte. Importa muy poco si eres la Secretaria de Estado de Estados
Unidos, o el líder de la Revolución Bolivariana, o como se llame eso.
Inclusive
sobre Fidel cuelga un ahorcado colgante, le roza con los pies fríos la longeva coronilla.
Pronto le saldrán cucas de la barba, y del pants.
El poder lo
puede todo, menos no morirse de algo. Aquí la que manda es la metástasis. A
Hillary la hemos visto envejecer delante de nosotros, hasta el punto del
coágulo. Y parece que a Chávez el cáncer le ha ido silenciando los discursos remanidos.
A todos nos va a dar algo feo, al final.
Pero por
encima de la enfermedad física, hay otra peor enfermedad, que es la de no renunciar
al poder. Me desagrada Chávez por la misma razón que me desagrada Fidel, o Arzú
para el caso: porque no pueden desprenderse del trono, no renuncian a la
influencia, no comprenden el valor de desaparecer. En lo que respecta a la
Clinton, se ha apartado, pero eso de momento.
(Columna
publicada el 10 de enero de 2013.)
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