Bruma
Bruma: ignoro si dios olvidado, pernoctando en las esquinas, los
silencios.
Oración desesperada; eterno laberinto de aire.
Por huir de la neblina tan espesa he caído en desiertos gélidos, hornos
angustiados, plazas ahorcadas, patios olvidados, en donde una mujer siempre parece
estar llorando.
Caminé y caminé en el recinto sufrido y morado de la bruma,
siempre buscando algo más allá, siempre enfrente.
Hasta que esta neblina y yo nos fuimos implicando, nos fuimos
haciendo mutuos; entramos los dos a una misma ruina aérea, a una compartida resignación.
Así hubiera podido quedarme, perdido en este vaho. Pero ocurrió
algo súbito, algo incalificable: una visión. Un día, fumando aquel cigarro, caí
en cuenta: no hay lugar más allá de la bruma: todo lugar es su niebla: las
orillas no existen.
Y descubrí algo todavía más fantástico: yo mismo soy esta bruma:
yo este sol de sombras y revelaciones: esta música hechizada, yo soy.
Pero si en verdad yo soy lo que atrapa y confunde, ¿quién es, en
donde está el atrapado, el confundido? Toda clase de carcajadas me nacieron del
hígado.
Dejé de caminar: ¿con cuál propósito? Me senté en algún mar, ausente.
Pero comencé a extrañar mis andares, mis persistencias: caminar es bello, aún
para la bruma, que no camina. Este vacío y esta marcha nunca se apartan.
Y luego están todos esos seres, en lo fosco. Una cuestión de darles
compañía, susurrarles lo terrible, la hilarante verdad. Algunos comprenden muy
pronto. Otros aún deambulan, entre atardeceres espectrales. Así que seguiré
marchando con ellos. Ellos son la bruma que yo soy: somos de verdad lo mismo.
(Columna publicada el 3 de enero de 2013.)
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