La gran complicidad
Hay una base y de la misma emana el poder político de un individuo.
El genocida esencial no es exclusivamente una persona: es además una gigantesca
connivencia colectiva, aún si la persona dada en efecto exista.
La cosa se complica cuando consideramos que la base en cuestión no
es una base cortada con tijera, no está restringida a un sector de la sociedad.
Es más bien expansiva: durante el Holocausto, el sistema kármico/cultural existente
posibilitaba que los responsables de los campos de concentración marcasen, día
a día, tarjeta; de esa manera, la línea de mando nazi se sostenía gracias a una
escandalosa estructura social.
Este sustrato mismo del poder no es que sea siempre consciente. Nadie
habla del inconsciente del poder, porque en el fondo es una noción de graves consecuencias:
por un lado des–reifica a los culpables particulares y por el otro somete a los
culpantes o agentes neutros a grados no examinados de complicidad.
El modelo ellos–nosotros, cuando expresa una polarización no
violenta, y cuando sirve a la verdad, puede ser útil para delinear a víctimas y
victimarios. Las pesadillas existen. Los satanases caminan por la calle. Los
generales van hilando inconmesurables huipiles de sangre. No es abstracto. Es
real.
Pero dicho modelo es limitado. Al corporeizar radicalmente el mal,
perdemos de vista el campo de cooperaciones que hace posible las transgresiones
del poder.
Entonces, ¿cómo establecer un sentido concreto de justicia –establecer
pues a un culpable con rostro y huella digital– sin por ello dejar de procesar
el contexto de conjunto del cual ese mismo sujeto específico ha surgido?
(Columna publicada el 31 de enero de 2013.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario