Página en blanco
Mi gata quiere su lata.
Todas las mañanas, retemprano, me despierta para que le vaya a dar su dosis de
friskies. La medio puteo, por levantarme, pero siempre con humor y delicadeza. Verdad
es que me gusta ser despertado por ella, y cuando muera (qué triste será eso)
voy a extrañar este pequeño ritual nuestro, liminar y matutino. No percibo a mi
gata como una mascota, o como ciudadana de segunda categoría, sino como una
amiga a quien tengo la fortuna de cuidar. Recibida su porción esnob de paté, ella
vuelve con andar monárquico a la cama, a su sueño amniótico, a su universo de
felpa. Es como cohabitar con Maria Antonieta. Luego realizo mi rutina de
ejercicios mientras veo por la ventana la ciudad, que promete ebulliciones,
milagros de oscuridad, asesinatos mitológicos. No es la ciudad sensible que yo
quiero (y por ciudad sensible entiendo, más o menos: un espacio psicofísico
constituido en base a actos, vínculos, conceptos significativos de carácter empático)
pero estoy casi casi seguro que es la ciudad que me merezco. En fin, noviembre
ha llegado, con su carne de frío, y por eso me baño en agua más caliente de lo
normal, me parece que en ella se podría cocinar una langosta. Después del
desayuno me recibirá un día igual a todos, y eso me tiene contento. Creo en la
constancia. Creo en la disciplina y la felicidad de lo simple. Y nada hay más
simple que una página en blanco. En la misma pondré una pequeña arquitectura:
un relato. O en su defecto, una columna, muy parecida a la que están ahora
mismo leyendo. Empezar así el día no desmerece. Y además ya puse una rolita del
más grande, me refiero claro a Van Morrison.
(Columna publicada el 8 de noviembre de 2012.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario