Hacer el ridículo
Cada día, y de
modo infalible, encuentro un modo esplendente y humillante de hacer el
ridículo. Intervenciones estelares que me van poniendo rojo magenta. Casi
llegando a los cuarenta, incurro consuetudinariamente en situaciones de alguien
de cinco: es de suponer que la vergüenza me acompañará hasta ya muy después de
cremado.
Tampoco es que
esté mal. Hay una salud en la vergüenza. Nos previene de andar repartiendo asnadas
de pensamiento, palabra, obra u omisión. Entrar en la lógica de lo ridículo nos
desenmascara, y nos da a menudo nuestra verdadera medida: nada y nadie.
Las
situaciones vergonzosas –así por ejemplo en contextos públicos– me recuerdan
que soy una entidad risible, que soy, fundamentalmente, Mamón. Con intolerable
solemnidad (a veces disfrazada de humor inteligente) vamos secretando la leche
de nuestra liturgia pontificia, opinión doctrinal, en la realidad inmediata o
internética. Quién nos aguanta.
Me gustaría
aclarar que hay que tener vergüenza, pero no hay que dejar que la vergüenza lo
tenga a uno. Ya establecido el hecho de que somos caricaturescas maquinitas de
generar gazapos, ya establecido el hecho de que poseemos raras taras
biopsíquicas, procedemos a perdonarnos por ello y a expresarlo en plan stand up.
O de lo contrario se convierte en humillación tóxica, inseguridad crónica, fobia
segura. Una forma de no considerarnos lo peor del universo es entrar,
sencillamente, a YouTube: en ese jardín impúdico siempre encontrará el
interesado registros vergonzosos que sobrepasan incluso los propios, aunque tal
cosa parezca imposible.
(Columna
publicada el 18 de octubre de 2012.)
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