Bulla
El vecino de arriba –que no es ningún Oliveira– se ha ganado mi
odio vitalicio. Se encuentra remodelando su apartamento, y cuando digo
remodelar no digo cambiar esto o aquello, sino tirar paredes y por el estilo. El
martirio se ha extendido semanas, amenaza con seguir. Entre el martilleo
intolerable y la máquina escandalosa que va liberando fantásticas nubes de polvo,
me estoy volviendo loco, y los que viven conmigo ya tienen los nervios hechos
una pocilga. El señor ni enterado, pues él no se ha mudado y por ende no vive este
tormento, un tanto como aquellos magnates que mandan a poner mineras en países
extranjeros o plataformas de petróleo en los océanos de la humanidad y lo
teledirigen todo desde una poltrona confortable a mil millas de distancia
–sonrisa en rostro, mimosa en mano– mientras todo se viene a pedazos. Me
considero un vecino razonable, no una vieja histérica que alega por cualquier
cosa, y entiendo bien que algún grado de ruido y molestia es inevitable. Pero
este escándalo es ya de subnormales, y por eso andamos con los oídos destruidos,
sin contar alergias y otras contrariedades. Si cuento todo esto, es porque me
parece que tenemos que ponernos firmes en Guatemala con eso de la polución
auditiva, siendo un asunto delicado de salubridad, y son muchos quienes se
quejan de los bocinazos, las iglesias, las estridencias de los bares. Que tocan
la misma podrida canción una y otra vez, como en una pesadilla infinita, y
todos puros mulas cantando hoy estoy aquí, borracho y loco, y mi corazón idiota
siempre brillará. Pues yo tu corazón lo voy a poner en una churrasquera y luego
me lo voy a hartar, maldito.
(Columna publicada el 6 de septiembre de 2012.)
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