Lo ordinario
Uno tiene una
vida ordinaria –agua que es siempre la misma– y lo ordinario está en todas
partes –refleja lo de siempre– y las cosas no se alzan –quietud en horizonte–.
Uno se levanta
y se lava los dientes y tiene temerosas, gastadas glándulas, y uno se corta con
los sartenes habituales, y uno corre y camina, y uno es la sed trabajando por
la sed, y uno pulimenta los relojes, y uno come cosas sin filo, y uno duerme la
siesta –frecuentemente– y uno ve la tele sin verla, y uno habla con los amigos
–los familiares amigos– y uno vive con un vacío al lado, y qué es eso sino lo
ordinario.
Así que uno
hace cualquier cosa por salir de lo ordinario –esa violencia vacía, espejo sin voltaje–.
Y uno pontifica, y uno sublima, y uno medita, y uno reverencia, y uno emana, y
uno poetiza, y uno hace columnas de opinión. Todo por salir de lo ordinario.
Pero todo lo
que hace uno por salir de lo ordinario es completamente ordinario. O sea que
uno hace una gran vuelta para volver a (la mediocridad, a la vulgaridad de) lo
ordinario. No hay forma de escapar a lo ordinario. Presencia infinita:
omniabarcante ordinariez.
A veces uno va
caminando en la calle, y de la nada uno se topa, finalmente, con algo
extraordinario. Y uno recoge eso tan raro y único, con enorme exaltación. Pero
resulta que por andar en semejante estado de pasmo (y más bien torpe,
imbécilmente) se tropieza uno (como antes un millón de veces) con la misma piedra
gris de lo ordinario. Y la Cosa, el Milagro, lo Inefable, se cae al piso. Y se
quiebra en cinco ordinarios pedazos.
(Columna
publicada el 16 de agosto de 2012.)
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