Ley y locura
Mi relación con la literatura empezó como una neurosis, en la niñez: la obsesión de reducir
la experiencia total del mundo a una frase que fuera una ruta de acción para exactamente
cada una de las circunstancias de la vida. Lo que se conoce generalmente como motto, o lema. Mi hemisferio izquierdo
tratando desesperadamente de organizar el universo, y reducirlo a una fórmula operativa
manejable. La sintaxis como control.
Un impulso hasta cierto punto normal: en cualquier ser humano la
gramática funciona como principio ordenador y fundante de ciudadelas semánticas
unificadas. El problema es que yo terminé llevando el proceso a registros sinceramente
obsesivos.
Por fortuna para mí –o me habría terminado pegando un tiro– otra
dimensión del lenguaje vino a rescatarme de tantísima rigidez: la dimensión
disolvente del lenguaje. Y es que el idioma no simplemente sujeta: también diluye.
No simplemente delimita: también difumina. No simplemente contiene: también
libera, expande. Descubrí pues una escritura de hemisferio derecho: una
escritura poetizante, imaginante, visual y creativa. Un gran alivio.
Al final, conseguí lo más importante: crear textos en donde
participasen simultáneamente ambos universos cerebrales. En general me gustan
los autores que proceden con rigor y arquitectura, pero que simultáneamente
engendran corrientes de vida, revelación y caos. Procuro que en mi proceso
escritural haya por igual ley y locura; simetría e imagen. Está el edificio, y
luego está el pájaro estrellándose contra la ventana del edificio. Y eso para
mí es literatura.
(Columna publicada el 2 de agosto de 2012.)
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