Temor reverente
Con eso de la tecnología y tal, soy dos.
No usé celular durante un resto de tiempo: una forma de resistencia ante
el fantasma de la hiperdisponibilidad. En su momento ni modo obtuve el mentado
celular, pero ahora resulta que me niego a navegarlo.
Creo que la tecnología tiene cosas
muy elevadas; también creo que hay ponerle límites… límites que igual siempre se
van corriendo, y por lo mismo.
Con un pie adentro y otro afuera. De un lado la tecnología me es muy
natural, y por el otro recelo de ella; a
ratos se me pega rico, y luego se me figura como una suerte de salitre o virus,
una entidad alienígena fagocitando mi sistema de realidad.
Para alguien más joven que yo, una postura así de escindida es sospechosa:
su engreimiento tecnológico le prohíbe desconfiar. Las nuevas generaciones son
proyectadas a la intimidad informática desde mucho antes de nacer.
Yo todavía viví la experiencia de no tener una
computadora. En casa, la computadora apareció de la noche a la mañana, ex nihilo, como el monolito de Kubrick: una
fractura en la mitad de mi infancia. Y no teníamos una puta idea de cómo tocarla,
cuál era su punto g, si nos iba a devorar. Lo hizo más tarde, por supuesto,
pero en ese entonces la tecnofilia aún no se había cristalizado como commodity:
no existían zonas Wi Fi, ni sistemas Avatar en los aeropuertos, ignorábamos lo
que era un podcast, nuestras redes sociales eran los insectos del jardín…
Así que –para
mí– el evento de la informática fue una fascinación pero asimismo una
distancia: un temor reverente. Y hasta la fecha.
(Columna
publicada el 31 de mayo de 2012.)
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