Sin abandono
Voluptuosa, salvaje,
orgullosa, sacramental: la lucha del ser humano por crear condiciones
permanentes de dignidad –y federar un esfuerzo común– nunca deja de ser
inspiradora. Ese anhelo votivo por subir de lo pedregoso, retar las energías
crepusculares, algo contiene de inmenso, irrecusable.
También hay
allí una buena dosis de locura: mucho de lo que damos por pétreo es polvo, y el
petróleo que nos mantiene en movimiento está hecho de los cadáveres de los dinosaurios.
Monumentos,
héroes, razas, guerras, tratados, inmuebles, clamores, dioses, civilizaciones, romances,
genéticas, forjas, legislaciones, coaliciones, supernovas, coros, espadas,
economías y ángeles han caído, una y mil veces. Y seguirán cayendo, puesto que
su destino es caer, hasta el fin de los tiempos.
No hay
institución o constitución que esté por encima del cambio. El cambio es la ley que
está por encima de todas las leyes, y que hace que nuestros padres y nuestros
hijos se apaguen en madrugada ardientes. “La Naturaleza es una celestina, el
Tiempo es un destructor y la Muerta es una asesina”, dice Bernard Shaw.
La democracia –esa
democracia, que nos ha costado siglos, sangres– puede quedar pulverizada en un
solo momento; bastaría con que un asteroide de suficientes dimensiones
colapsara en la corteza terrestre para que Atenas, Rousseau, la Revolución
Francesa, los Padres Fundadores, y cada una de las luchas sufragistas quedasen enterradas
bajo el polvo denso de la nada.
Y aún así, se
precisa seguir; y defender lo construido; y vigilar. El reto intraducible:
obrar, seguir obrando, sin esperanza, pero a la vez sin abandono.
(Columna publicada
el 7 de junio de 2012.)
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