Desde el huracán crepuscular, las hormigas. Con su infinitud millonaria
de patitas obscurecidas, mas allá de cualquier estadística humana. No
habituales hormigas, sino medio satánicas, pues estas hormigas, no sabemos
cómo, se lo hartan todo. Dejan tras de sí un sabor dulzón y químico a muerte, un
blues de ausencia y defoliación. Hormigas que se comen las ciudades; y se comen
cómo no las carreteras que llevan a las ciudades; y se comen a los mismísimos albañiles
que construyen las ciudades. Estos formícidos almuerzan las recias mansiones de
la muscular oligarquía local pero también roen los cachivaches de los pobres sin
balada tan chupados por la vida. Es una supernova de antenas recorriendo
glandularmente las calles, socializando su hambre metafísica, navegando en los
malls, subiendo y craquelando los edificios, de lo alto a lo bajo y de lo bajo
a lo gris, desintegrando las guitarras de las bandas de mechudos sin talento,
secuestrando a secuestradores, castrando concisamente a violadores, quitándole de
vuelta el níquel a las mineras, licuefaccionando las ametralladoras de los narcos,
mascando a tantos estériles futbolistas. Se podría pensar que estas hormigas –cabeza,
tórax y abdomen– tienen una misión buena, sana y justiciera en la vida, que fueron
enviadas por el Ser para desmantelar lo Injusto, pero semejante programa es
imaginario, pues en realidad estos insectos (tan intercalados, tan ápteros) se
comen lo malo pero también lo mejor: engullen las ruinas arqueológicas, destazan
y devoran las siembras, o mastican las carretillas de chancropanes, también
llamados “chucos”. Ay, todo se lo están hartando.
(Columna publicada el 8 de marzo 2012.)
1 comentario:
Lo he disfrutado mucho. Antes que las hormigas lo devoren.
Saludos
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