Cine y poder
El cine presencia el poder. Así Welles secularizando a un Randolph Hearst
en el Ciudadano Kane. O si vamos a filmes
más recientes, por ejemplo de la última camada del Oscar, los retratos de un
Hoover y de una Thatcher.
(Columna publicada el 29 de marzo de 2012.)
No es que sean siempre personas las representadas: pueden ser contextos o
sociedades enteras, que ni siquiera tienen que ser objetivamente reales, como
en Metropolis.
El cine además de representar el poder es poder en sí mismo. No se limita
a contemplar las fuerzas en juego desde una segura zona externa. Es ya
completamente responsable de generar situaciones, armando cruzadas narrativas de
imagen/sonido, provocando así una catexis determinada en el espectador.
La llamada magia del cine ha servido mucho a los poderes centrales. El
caso de Leni Riefenstahl. Pronto veremos la faz de una neoRiefenstahl –y la
propaganda de un NeoGoebbels– para la era de la volatilidad videointernética.
Otras veces,
el cine transmite el poder de los antipoderes, de aquellos que no tienen voz en
las decisiones consensuadas. O de aquellos que tienen voz pero que están igual
inconformes. Se supone que en esta última categoría entran un Sean Penn, un
George Clooney, hace poco arrestado frente a la embajada de Sudán. No estamos
hablando ya del cine solo como lenguaje artístico sino como proceso épico–estelar.
En ciertos
casos, el cine se mueve en zonas fronterizas, sin garantías: no se sabe a quién
sirve. Ejemplo: Kony 2012. El
problema con la viralidad es que ignoramos de donde realmente viene, y en
muchos casos a donde realmente va.
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