Nada que ver
No me hago
bolas con eso de envejecer, no me importa envejecer, envejezco. Envejezco
incluso rápido. A veces me da la impresión que más descaradamente que otros.
Será mi naturaleza ectomórfica, nerviosa, artaudiana. En todo caso, lo cierto
es que mi rostro ya no será confundido, en adelante, con algo de verdad mirable.
Estas arrugas pariéndose. Estas canas, ya.
Hoy me
encuentro en una posición en donde superé en edad a mis héroes muertos. Eso pensaba
el sábado en la noche, mientras veía en TCM la película de Clint Eastwood sobre
Charlie Parker. Parker murió a los treinta y cuatro. Cuando yo tenía veinte pensaba
que individuos como él estaban más cerca de la eternidad que cualquiera. Pero
resulta que ellos se metieron un escopetazo, o se ahogaron en su propio tibio vómito.
Lo único que tenían era talento. Lo cual ahora me da mucha ternura.
Cosa bonita de
envejecer es desmitificar empíricamente eso de que los viejos saben algo que
los demás no saben. Se precisa desenmascarar la mitología del anciano
adamantino. La mayoría de ancianos no han hecho otra cosa que acumular herrumbre
y excrecencias. No entienden más el misterio del ser que un recién nacido, aunque
han amalgamado un montón de palabras, gestos, tonos, y algunos, los más
sofisticados, formulaciones filosóficas y doctrinales muy complicadas con las
cuales pretenden convencernos de lo contrario. La experiencia como ignorancia
especializada.
Satie lo
sintetizó de esta manera: “Cuando era joven me dijeron: ya lo verá usted cuando
tenga cincuenta años. Ahora tengo cincuenta y no he visto nada.”
Satie no vio
nada porque no había nada que ver.
(Columna
publicada el 9 de febrero de 2012.)
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