A la calle
Muchos se
pasan la vida sin cerrar el maldito pico, como las guarrachicas de Jersey
Shore. Es que no paran de hablar o de moverse. La humanidad lleva por dentro esa
decoradora maniática empecinada en redistribuir el mobiliario del orbe y así
hallar esa soñada fórmula quintaesencial que lo hará por fin habitable.
Los sabios (y
no me refiero a los que necesitan construir un acelerador de hadrones de 6,000
millones de dólares para entender la realidad, mientras los pobres miran) nos
recomiendan otra cosa. En lugar de tratar de cubrir de cuero todos los caminos
del mundo, optemos mejor por ponernos zapatos. O dicho de otro modo, hay que
ordenar la propia consciencia, cuyo parecido a una casa de putas es fascinante.
Yo les sigo el consejo, a estos Yodas, y en eso he estado, durante cinco años,
que es la edad del hijo que no tengo. O sea que dejé de ir a los conciertos, a
las fiestas, a las pequeñas reuniones de formica. Me senté en un zafu, y me
puse a trabajar. Tan distinto a ver un millón de reels proyectados en una
pantalla neurótica en un cuarto sin nadie, con los genitales tapados con una
servilleta, a lo Howard Hughes.
Ahora bien, tampoco
soy maje, y mi intención dista mucho de quedarme solo. Por eso últimamente he
estado consintiendo en mí la posibilidad de emerger del tupperware y socializar
de nuevo, salir a la calle sebosa, tan triste y tan alegre, y dar y recibir
abrazos. Patojos no, que no doy para tanto. Pero sí recuperar el mundo, sin
perder la calma.
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