Intervención
Por tradición es que uno escribe contra
la Navidad. Mantengo esta costumbre folkórica antinavideña como otros mantienen
la costumbre de coordinar una degollina tecnificada de chompipes para luego
engullírselos en grandes sesiones de hartazón y adiposidad grotesca, eso sí
dando gracias por la vida, y con lágrimas en los ojos.
No hay idea más corporeizada que la
Navidad, mito o fantasía minuciosamente convertida en sensación –por tanto en
deseo– por el mercado.
Cuando alguien me dice “ay qué linda la
Navidad” yo me introduzco –por virtud de una técnica yóquica muy especial (que
ya les explicaré en otra columna)– en su mente, recorro los diversos materiales
de su strata psíquica hasta llegar a un punto en donde se acurruca y muere del
frío una enorme soledad.
Del otro lado de la calle, hay una casa
en donde siempre decoran con infinidad de foquitos y arreglos, así como
deidades polares diversas llamadas: “Snow Man”, “Santa”, “Rudolf”. Tanta
luminosidad y refulgencia no se da ni en los Campos Elíseos. Espero que ningún
circuito eléctrico viejo vaya a originar –accidentalmente, por supuesto– un
fuego que termine con esta residencia y meticulosa parafernalia navideña…
Uno piensa que a la Navidad hay que
ponerle límites. Es una fiesta que simplemente se nos fue de las manos, superestructura
mutante, monstruosidad babélica. La sociedad de consumo ciertamente no lo hará
por nosotros. Como en el caso de un usuario de meth que ya no pudiera parar, toca
juntar a la familia y realizar una intervención, con un enfoque axiológico de amor
duro, para la ingobernable Navidad.
(Columna publicada el 22 de diciembre de
2011.)
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