Las zonas muertas
Zonas muertas. Áreas estancas, sanforizadas, imposibles, demencialmente
laberínticas. En tales parajes, los árboles crecen al revés y no crecen, nacen
para abajo y no nacen. En tales parajes, cientos de miles de altoparlantes van
diciendo con la misma voz tributaria un no y un nunca... Continentes cuadrados
de inmovilidad radical, yermos deshabitados, blancos desiertos sin vida y sin
diluvio. Al principio me decía a mí mismo –rigurosamente optimista– que con un
poco de trabajo la cosa echaría a andar. Sólo para comprobar luego, con callado
espanto, que todas esas esquinas, todos esos espejos, son completamente reales:
formarán siempre parte de un eterno currículum congelado. Luego uno aprende a
ver los propios vicios, los hábitos malsanos, ciertos defectos de carácter como
se ven ciertas paredes, como se ve el mismo risco repetido, tan gratuito e
innecesario, en la noche sin gloria. A veces me pongo a hacer buceo en las
zonas muertas de mi vida y me muevo y no me muevo porque allí no hay adonde
moverse, todo resulta extrañamente idéntico –un espacio neural y gélido. Hay viejas
estructuras de hierro sin sentido, a medio hundir, ostentando faunas masacradas
en la sucia espuma amarilla. Ojos vacíos viendo hacia dentro lo insoluble. Y
cerebros extintos pegados a quillas sepultadas. Voy recorriendo los campos
minados de tedio, las suburbias ausentes y espectrales. Me adentro en largas avenidas
de silencio... Teatros, parlamentos brutalmente vacantes… A veces entro a una
casa –otra casa, la misma– en donde hay una sempiterna gorda sentada en la
cama, comiendo neurótica cientos de alcachofas, descalificada por sucesivos
proxenetas... Cómo voy a negar a estas alturas las zonas muertas de mi vida,
con sus mantras de inercia, su rosario aburrido hecho de nódulos linfáticos. Es
obvio que soy diez veces el mismo, ciclo y pellejo, un fulano residual.
(Columna publicada el 6 de octubre de 2011.)
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