El gran deslave
La semana
pasada fui a Candelaria, y la experiencia merece de sí una columna, pero no es de
ello de lo que quiero hablar ahora, sino de mi retorno a la ciudad, por una
carretera apocalíptica, las paredes de tierra echando espuma plomiza, vomitando
agua, tantos derrumbes, cuántos derrumbes, si no vi por lo menos treinta
derrumbes que me corten entonces la mano, grandes segmentos de ladera en cada
curva, masivas formulaciones de lodo y raíz, árboles enteros derribados en un
segundo, como boqueando en el asfalto, ya no tuvieron de qué agarrarse, es toda
esa deforestación, ese silogismo vacío, esa obra erosiva, del humano incesante,
y por eso las rocas masivas, cayendo fijamente, peligrosísimas, desafiando los
tractores, retomando su territorio mineral, interpuestas, y agréguese a ese
escenario ya tan crítico el estado de los caminos, y la tristeza de comprobar
cómo nuestras carreteras primarias no se miden con las secundarias de países ni
siquiera civilizados, y por supuesto asumiendo que todavía en efecto existan
las mentadas carreteras, porque es que a veces la carretera misma desaparece, se
engolfa, se contrahace, ¿a dónde se fue la carretera?, ¿a dónde se fue nuestro
relato arquetípico?, ¿a dónde vamos como país carajo?, no hay un sentido o
dirección en ninguna dirección, solo baches y agujeros, y chuchos muertos, y huérfanas
vísceras en charcos de olvido, y conductores maniáticos siempre dispuestos a
poner en riesgo la vida de todos, con tal de pasar primero, pero pregunto:
¿pasar primero a donde?, si ni siquiera hay paso, lo que hay es una fila morosa
de trailers y vehículos umbríos, siempre una podrida fila, antes, durante y
después, una fila, hemos estado haciendo fila durante siglos, se diría que el
guatemalteco es antes que nada un ente–fila, una forma de no avanzar, ¿a dónde,
a dónde se fue la carretera?
(Columna
publicada el 20 de octubre de 2011.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario