Amniótico
El fin de
semana fui utilizado de sparring por uno de esos virus que son diseñados y
liberados cada dos-tres meses por una muy notoria empresa de pañuelos
desechables desde su laboratorio secreto de terrorismo biocorporativo presumiblemente
localizado en el Cáucaso septentrional.
Ya saben: uno
de esos virus.
El horror como
fiebre. Como si el mismísimo Agní, dios védico del fuego, me estuviese
devorando los tejidos con su llama.
A ratos dormía,
para luego regresar a la consciencia en sudor helado, luego me despeñaba
nuevamente a un estado aceitoso de irrealidad y delirio.
Soñé por
cierto con Otto Pérez Molina; que estaba jugando básquet con él. Y yo le
preguntaba por sus anteojos. Y él me respondía: «Es que me operé con
láser».
Y
en ese momento caí en cuenta que Otto Pérez no era el de los anteojos. Y allí
mismo abrí los ojos, en la tiniebla del cuarto.
Decidí llamar
a la farmacia, para pedir a domicilio algo que me bajara la fiebre. Mientras
aguardaba al motorista, me recosté, pensé en Lucía, en los encapuchados, en
todo esa cosa fea de Pana.
Si fuera
residente en Pana –y lo fui hasta hace poco– y estuviera enfermo, me
encontraría en un estado de paranoia relativamente avanzado. Ya de por sí me
pongo perturbado siempre que me sube mucho la temperatura. Pero la perspectiva
de que una cuadrilla teledirigida de minutemen pueda estar detrás de mí o de cualquiera
–y no precisamente para tomarse un café en el Crossroads– es una condición cooperativa
bastante rotunda como para que aumenten las vibraciones de miedo a niveles yo
diría desagradables.
Atizadas por
la mórbida fiebre, alucino con imágenes de cadáveres suspendidos en el frío líquido
amniótico del lago.
Es terrible.
Pana ya no nunca
será igual.
Tocan el
timbre: debe ser el cuate de la farmacia. Por un momento, tengo miedo de abrir:
¿y si del otro lado de la puerta hay un encapuchado nazi listo para abrirme con
algún fierro largo la mollera?
Respiro hondo
y abro. Un regular tipo, un poco jetudo, pero no está encapuchado. Casi le
pregunto por quién va a votar –por hacer conversación– pero en el acto me doy
cuenta que no quiero oír la respuesta, cualquiera que sea.
(Columna
publicada el 3 de noviembre de 2011.)
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