Un príncipe, un santo y un héroe
Teología, monarquía y democracia. Todo el combo. La semana pasada fue una semana de transacciones simbólicas y mudas de piel: el Papa JPII recibió su respectivo upgrade espiritual, el príncipe Guillermo actualizó el rito de pasaje conyugal así formalizando su posición en el organigrama real, y Obama purgó todas las incertidumbres que se acumulaban preelectoralmente en su contra, dando el golpe estival al villano. De ese modo quedaron limpitas todas las instituciones civilizatorias. Es imposible saber a ciencia cierta si en verdad hay milagro, hay amor y hay cadáver, pero eso no importa, pues de lo que se trata más bien es de que Gandalf el Gris se transforme en Gandalf el Blanco. Han sido tiempos de consunción, degradación y osificación. Acusaciones de pederastia y licantropía en el ábside, viejos fantasmas de divorcio y concupiscencia en el palacio, rumores en la Casa Blanca de que el Presidente no despreciaba lo suficiente el Terror... ¿Qué hacer? No hay cosa que despeje mejor las brumas del escepticismo vermicular que un príncipe, un santo y un héroe. Tres pretextos para una misma orgía arquetípicamente correcta: envite de ángeles, danza de prosperidad, springbreak de patriotas, todo envuelto en una aureola iridiscente de re–twits. El único problema es que siempre habrá un sacerdotillo lúbrico viendo por la ventana a un chico correr en el patio; siempre un paparazzi–hitman enguillotinado, acercándose peligrosamente al vehículo de la princesa en fuga; y siempre un tipo listo dispuesto a creer que se mira demasiado bien con la barba encabronada. Hay que saber que somos libres de vivir estos absurdos relatos simbólicos, pero no libres de dejar afuera los momentos narrativos que nos resulten desagradables. Los vaqueros sin remedio están condenados a ver cómo las torres caen una y otra vez, en una circularidad de polvo y huesos triturados, bajo los aviones, digámoslo con Obama, “cortando un cielo de septiembre sin nubes”.
(Columna publicada el 5 de mayo de 2011.)
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