El desdeseo
Se me ha ido cayendo, como aceite negro de una aceitera rota, la ambición.
La ambición es la heredad de los ilusos. Hay demasiada insistencia en el mundo y cosmos. El poeta habló del duro deseo de durar. De esta cabal dureza puede decirse que es la piedra de sacrificio en donde nuestro corazón está siendo extirpado. Y aún en el aire continúa latiendo, el muy cabrón. Es así de terco, de cómico, de pretencioso.
Si existe una ética que puede salvarnos es la del desinterés y el desdeseo. Cualquier ideal es un loro; hay que recortarle las tres alas. Y la lengua. La ciudad está toda llena de esos visionarios, podridos de andar soñando. Quieren construir un millón de edificios espejeantes (luego resulta que nadie les alquila los locales). No conocen la palabra decepción, la expresión quedarse quieto.
No sé. Me parece que la cosa no está en crear revoluciones de celular (nunca se sabe de donde vienen), ni en acumular votos electorales, ni siquiera en inventar árboles sintéticos. Lo que de plano nadie ha inventado es la brevedad; ni la versión editada, actualizada, y mejorada de Malthus. Si usted quiere dejarle un mundo mejor a sus hijos entonces no tenga hijos. Punto. Tantas almas subnormales que viven pegadas a las pantallas del fut, bacterialmente. Y esos tibios niños con legañas que se levantan mañaneramente con la ilusión fresca de emoametrallar a sus compañeritos de aula. La barbarie como superávit de la democracia.
A los diecisiete años –edad cuando uno semeja a un concejal, proyectos y proyectos– yo le afirmé a una mi pariente, en tono semibyroniano, que un día iba a ganar el Premio Nóbel de Literatura (me da penita decirlo frente a ustedes). Qué arrebato. Qué vigor. Menos mal que la vida se encargó de despedazarme tanta arrogancia. Es la clase de codicia por las cual uno termina moliendo a golpes de remo a alguien en una lancha en el Mediterráneo, como el talentoso Mr. Ripley. A mí (que no tengo tanto talento) rapidito me hubiera agarrado la tira.
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