Pobre SQ
Se habla hoy de inteligencia social y ésa no la tengo. Se habla de SQ (Social Quotient) pero el mío es como nada. El trato interpersonal demanda una aptitud de reciprocidad que, en mi caso, quedó en bonsái. Si me pusieran el EEG y el MRI o cualquier otro aparato masónico que mide Cosas, lo que se vería es, con asombro y alguna dosis de lástima, un cerebro obsolescente que puja pero apenas si da para eso de las relaciones. Eso que huye de los demás es siempre lo que soy. Mi antisocialidad es insumergible.
Seres que han desarrollado una especie de aura lumínica a fuerza de interacción y diálogo y carisma total. Los he observado. Muecas empáticas, atención perseverante, diplomacia como de Naciones Unidas. Son muy eficaces. Hay que ver la precisión de geómetra que tiene un médico o un CEO para establecer su casaca ante un congénere. Dan ganas de vomit… Perdón. Es el hábito. De esto les estoy hablando.
Parte del problema consiste en que no estoy a la orden del día con los requerimientos de la sociedad. Ya saben, pequeños requerimientos como: llegar a los ochenta años sin una sola arruga, tener erecciones de diecisiete horas, y trabajar al día veintitrés.
Pero no seamos fastidiosos. Ni fariseos. La verdad es que yo por mi lado le exijo y le exijo a la sociedad. Dios guarde. Una maquinita. Es el Joviel Acevedo que llevo dentro. Es mi Joviel interior. Ambiciono que el vecino muestre grados virtuosos de dulzura o acidez, según lo estipule mi ánimo, que estipula grueso.
Pero tampoco es que yo sea el único exigente de la cuadra. He notado que hay de hecho otros más macetas que yo. Un montón. Le presentan a la vida un rider técnico que ni Jennifer López. Hasta quieren una Primera Dama que sea guapa. Eso demandan, en su delirio. Necesitan alguna clase de terapia conductista si me lo preguntan. Por supuesto, en un universo en donde tantos son tan generosos con su egoísmo, uno empieza a sentirse inclusive acompañado. Y aumentan las ganas de corresponderles, a los serotes.
(Columna publicada el 14 de abril de 2011.)
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