Del estadista
Entre los candidatos hay siempre de todo –militares, pastores, diputados, académicos, alcaldes, finqueros, empresarios– menos estadistas.
No se habla aquí de un mero dirigente o gobernante sino de una figura diez mil veces más profunda, más incómoda y mucho más estremecedora. El estadista total no es un simple funcionario, aunque se presente como tal. No es apenas un especialista o técnico. Es cierto que requiere de una formación excepcional y completamente amplia; pero toda la formación del mundo no le podrá dar esa inspiración telúrica de los grandes políticos. El estadista auténtico es poder volcánico que surge hacia el cielo. No una entelequia abstracta pero un ser humano celular abierto a los poderes brujos del cambio.
Se pinta al estadista como un piadoso con ciertas cualidades como la formación, la moral, el liderazgo, la elocuencia. Pero yo me remito a Capote, cuando dice (hablando de la escritura, es igual) que hay una diferencia entre escribir mal y escribir bien, y otra diferencia entre escribir bien y el arte verdadero. El estadista como artista verdadero. Un fragmento del genio de la historia, en donde confluyen su particular y excepcional y acolmillada individualidad con la pasión infinita de un pueblo estipulado.
Príncipe inequívoco de la realeza democrática, en él hay principio y hay personalidad, en misteriosa y chocante armonía. El estadista no debe ser perfecto al modo de los santos, porque acaso en su falta de simetría se halla toda su lucidez y brillo. El gran estadista proviene seguramente de una tragedia íntima y circular, y esa tragedia constituye el punto blando que le da un sentido de horror ante el poder absoluto y lo obliga una y otra vez a conmoverse ante la miseria humana, y a subir con desesperación a regiones visionarias, en búsqueda de una salida.
(Columna publicada el 7 de abril de 2011.)
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